miércoles, septiembre 15, 2010

aquí reposa un viento



Cinco epitafios australes

I
Al resero Facundo Corvalán

Aquí yace Facundo
Corvalán, un resero.
Porque había nacido en la cama del viento,
sopló todo su día.

Empujando furiosas
novilladas al Sur,
atropelló el desierto, vio su cara de hiel,
y le dejó una pastoral
montada en un caballo blanco.

Vivió y amó según la costumbre del aire:
con un pie en el estribo
y el otro en una danza.
Y, como el aire, se durmió en la tierra
que su talón había castigado.

Nadie toque su sueño:
aquí reposa un viento.


II
A Unco, el idiota

Unco, el idiota, cortador de juncos,
yace aquí sin machete ni juncal.
Para el techo del hombre cortó juncos:
Para el amor del hombre
cortaba juncos verdes:
juncos llenos de viento,
para el hombre y su risa
cortó en el aguazal.
Y él nunca usó ni techo
ni amor ni risa ni hombre.

Rojo de mediodías, pero sin luz adentro;
gallardo y fuerte, pero sin canción,
fue una rica vihuela
que no tuvo cordaje
y una lámpara hermosa
que no encendió su dueño.
Su Dios fue un huevo de chajá
mecido a flor del agua negra.

Junco insonoro, yace largo a largo:
el Cortador Celeste lo ha cortado.

III
A la peona Ezequiela Farías

Nació y murió
junto a una vaca.
Entre sus manos duras,
la suavidad del mundo
tomó formas de vaca.
Un silencio de vaca
la ciñó hasta los pies
como su delantal:

un silencio cantante,
más puro que la égloga.

Delante de sus ojos,
los días y las noches
australes desfilaron
como vacas macizas.

La tierra en que hoy descansa
-gorda, sumisa y útil-
se parece a una vaca.


IV
Al domador Celedonio Barral

Domó en la pampa todos los caballos,
menos uno.
Por eso duerme aquí Celedonio Barral,
con sus manos prendidas
a la crin de la tierra.

El doradillo, el moro, el alazán
entre sus piernas fueron
máquinas del furor
y pedazos de viento en su muñeca.

Su pan fue una derrota de caballo por día:
un trueno de caballos fue su música entera.
Para su Dios y para su mujer
tuvo sólo un aroma:
el olor de un caballo.

El potro de la muerte
no se rindió a su espuela
de antiguo domador y jinete final.

Por eso duerme aquí,
silencioso y vencido:
Porque domaba todos los caballos,
menos uno.

V
A un angelito

Sólo tocó el umbral
de este mundo y se fue.
Con vino y aguardiente
nos alegramos todos,
porque no se llevaba de la tierra
ni una palabra dura
ni una gota de hiel,
sino un trébol pegado
a su talón de un día.

Le pusimos dos alas
de papel en los hombros:
rosas del sur ardían
en su traje de cielo.
Su madre lo lloraba,
y nosotros bailábamos.

Lepoldo Marechal Buenos Aires, 1900-1970
Imagen:  s/d
Gentileza de Jorge Fondebrider

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